Es el zapatero más famoso
del mundo y cuenta con “fans” millonarias a las que no les importa
gastarse más de 1.000 euros en uno de sus diseños y hacer cola para que
este canario afincado en Londres los firme. Manolo Blahnik ha conseguido
que sus zapatos no sean unos simples zapatos, sino unos codiciados
“Manolos”.
Susannah Frankel
Manolo Blahnik, normalmente imponente y correcto, tiembla como un niño
pequeño cuando se pone a hablar de su trabajo, moviéndose de un lado a
otro por su sala de pases inmaculadamente ordenada, acariciando cada
zapato al tiempo que lo describe. En un momento se coloca sobre la
cabeza el objeto de su deseo para estrecharlo contra el pecho un minuto
después. Es casi como si estuviera bailando con él.
“¡Me encantan las cerezas! ¡Siempre me han gustado!”, anuncia agarrando
un par de zapatillas de satén de color rubí adornadas con versiones de
la fruta en cristalitos rojos y con tantas tiras que apenas se ven.
“¡Cerezas! ¡No me puedo resistir! ¡Marabú!”, dice a voz en grito, con
una sandalia de seda con plumas de color rosa ceniza en la mano.
“¡Tampoco me puedo resistir! ¡Y éste! ¡Mire éste! Al cocodrilo se le ha
rebajado el color, normalmente estos cocodrilos son de color marrón, por
supuesto. Es decir, que está pintado a mano. ¡Taaan caros! ¡Qué
importa! ¡Divinos! Y éstos son de hiena! ¿Se imagiiina? ¡Mire las
manchas! Obviamente no son de verdad”. Ni qué decir tiene que la
relación amorosa de Blahnik por los zapatos es inmortal. “Mire éste”,
dice alzando una sandalia de cuero negro y tacón de aguja,
extremadamente delicada, si no fuera por la cadena de plata del broche
del tobillo. “¡Estilo Helmut Newton! ¡Y éste!” Ahora vuelve su atención a
un perfecto zapatito todo negro. “Si quiere ver el estilo burgués, le
enseñaré algo burgués! ¡Totalmente Belle de Jour!”. Un par de zapatos de
satén con un tacón coqueto: en confianza, me dice, son “¡Ay!
¡Horribles!” Otro segundo par en el mismo estilo, sólo que acabados con
diamantes, rayan claramente el límite de lo soportable. “¡Ya no aguanto
más los zapatos brillantes! ¡Peor que vulgar!”. Es inútil advertirle
que, dado que esos zapatos precisamente forman parte de su colección
actual, criticarlos delante de una periodista puede ser un poco
arriesgado.
“Lo que más me interesa es la estructura de un zapato, después el
detalle. ¡Mire éstos!”. Ahora está jugando con un botín negro. Se atan
con unas correas de piel suave como la mantequilla, cuyos contornos han
sido cariñosamente pintados de un rojo tomate brillante. Si se despista
por un momento, se lo pierde, pero para aquellos que se inclinan ante el
santuario de Manolo Blahnik –y hay muchos– semejantes toques exclusivos
son una parte integral de su magia. No debería sorprendernos ya que el
gran artista seguramente puede haber dado unos toques de matiz escarlata
con su delicada mano. Blahnik revolotea ansiosamente por la fábrica
mientras sus diseños están en producción, con un mechero en la mano,
quemando alguna hebra que se atreva a aparecer. En el mundo, según
Manolo Blahnik, semejante desaliño no se puede tolerar. De este tipo de
cosas están hechas sus pesadillas.
De hecho, Blahnik me cuenta más tarde en la comida, justo al cruzar la
calle de sus oficinas de King’s Road en Londres, que hoy no se siente
tan bien. “Odio esto”, dice pellizcándose las mejillas. “Así, tan viejo,
parezco un bulldog! Y todas estas manchas son del sol. Tengo muchas en
los hombros que parecen un mapa o algo así”.
Habla a una velocidad de vértigo, saltando de un tema a otro y
sólo raras veces acaba una frase entera. Su acento, casi imposible de
precisar, es en parte inglés de Queen, en parte español, pero tiene,
sobre todo, un marcado sonido gutural eslavo, parecido al de las
hermanas Gabor. Habla seis idiomas con soltura, a veces de manera
coincidente. Blahnik es provocadoramente elíptico, a pesar de que la
extravagancia de sus gestos y el uso libre de la exclamación
(“¡fantaaastico!”, “¡precioooso!” y, a la inversa, “¡espantoooso!”,
“¡horriiible!”) ayude a dilucidar su maraña de pensamientos. En un
momento, éstos revolotean desde los plagiarios fabricantes de zapatos
(“hoy en día mis zapatos se pierden en este maremagnum de zapatos por
todas partes. ¡A veces ni los distingo!”) hasta los Oscars (“esta chica,
Halle Berry, es fantástica. La vi en la película con el horroroso Billy
Bob Thornton. Moulin Rouge es histérica como MTV...”). El cine, en
concreto, es una de sus continuas obsesiones, producto, dice Blahnik, de
una vida transcurrida en habitaciones de hoteles, “comiendo bombones,
chocolate, viendo películas...”
A pesar de que está tocándose y pellizcándose constantemente, tiene un
aspecto imponente. Vestido con un traje de tres piezas hecho a medida en
un tono pálido y una corbata de seda de color lila, el pelo blanco
liso, peinado hacia atrás como una estrella de cine de los años 30.
“¿Está de broma? ¡Tengo que llevar gomina! De lo contrario parezco un
monstruo total”. Pero al tiempo que a Blahnik se le ve más que feliz
criticándose a sí mismo –y lo hace sin cesar–, es todo un conquistador
de pies a cabeza, tiene el don exclusivo de los educados con las más
finas maneras, de hacer que cualquiera que esté a su lado se sienta
especial e importante, siendo él, frecuentemente, la persona presente
más especial e importante. Esto quizá sería demasiado bueno para ser
verdad si no fuera porque también disfruta aireando los trapos sucios.
Es incisivo: “Me encanta Madonna, hay que admirarla... Oculta tan bien
su falta de talento”.
Este año Manolo Blahnik cumple 60 años. Después de 30 años en el
negocio, sigue siendo el diseñador de zapatos más grande del mundo.
Desde los zapatitos bajos hasta los zapatos de tacón de vértigo por los
que es más conocido, su trabajo, perfectamente equilibrado tanto
estética como técnicamente, y su buen ojo para el color y los adornos en
el acabado, hacen de él un personaje sin rival en su campo. Máximo
esteta, Blahnik es también un hombre muy cultivado. Se siente cómodo
hablando de arte, literatura e historia. “De Marie Antoinette pensé que
era una bruja pero leí este libro... Es fantaaastica, le prometo, no
sólo una figura decorativa”. No es de extrañar que las mujeres más
perspicaces del mundo hagan cola para adquirir sus diseños, para comprar
el mito en el que se ha convertido Blahnik.
“Sus zapatos son muy enrevesados,” dijo una vez Sandra Bernhard. “El
zapato mismo parece una mujer”. A pesar de que la mundana diseñadora
americana Carolina Herrera capte a la perfección la cualidad
transformadora de su obra, anunciando simplemente que Blahnik le dio
piernas, aquí tenemos el elogio típicamente extravagante del diseñador
norteamericano Isaac Mizrahi a Blahnik: “Es un genio como Benjamín
Franklin o Isaac Newton. Caigo a sus pies y adoro su templo”.
Cuando Blahnik viaja a los EEUU, su mercado más grande con diferencia,
es asediado por mujeres que hacen cola para pagar desde 500 euros por un
par de zapatos suyos y luego vuelven a guardar cola para que se los
firme el propio autor, aunque deberían saber que él se los va a
estropear con un garabato. Blahnik explica el secreto de su éxito de
forma menos histérica que sus admiradoras. “Se trata de hacer las cosas
lo mejor que puedes y de escoger los mejores materiales, luego hay que
poner estos materiales en el lugar adecuado para evitar una falta de
armonía aquí y otra allá... Hay que saber lo que le gusta a la gente”.
Blahnik es un héroe a pesar suyo. Rehúsa dar el nombre de bellas mujeres
que desde hace ahora tres décadas llevan confiando por completo en sus
diseños: desde Bianca Jagger hasta su antigua amiga Tina Chow, y desde
Nicole Kidman a Kate Moss. “Nunca desvelamos los nombres de nuestras
clientes”, objeta. “Ellas son nuestras clientes. No somos tan viles”. El
diseñador tampoco ha sucumbido jamás a la tentación de la expansión y
de convertirse en una marca global. El negocio de Blahnik sigue siendo
relativamente pequeño. Tiene una tienda en Londres, que ha estado allí
casi desde el comienzo de su carrera, y otra en Nueva York. Sus
productos se venden únicamente en dos boutiques en Francia, dos en
Alemania, una en Hong Kong, una en Milán, dos en Australia y cinco en
Japón.
“No quiero tener muchas tiendas”, explica. “Me han tentado muchas veces
con hacerse cargo de ellas, pero hay una vocecita que me dice siempre:
‘no lo hagas’. En resumen, que odio decir que algo está mal por culpa de
doña Fulana de Tal o que es la culpa de la empresa del señor Mengano de
Cual. Si hay algo que está mal respecto a mis zapatos, entonces es
siempre culpa mía. Odio echar la culpa a otros. Lo que quiero es
concentrarme en hacer mis propias cosas”.
Decir que Blahnik es un perfeccionista sería un eufemismo. Si accediera a
expandir su negocio, el incremento de su producción sería probablemente
el fin de su trabajo. “Soy un neurótico”, anuncia alegremente. Mientras
que otros diseñadores de zapatos de menor categoría visitan a las
profesionales que fabrican sus creaciones una o dos veces por temporada,
Blahnik se instala de forma continua durante semanas o meses junto a
las dos pequeñas fábricas que emplea y que llevan unas familias a las
afueras de Milán. Una vez realizado el diseño, modela cada zapato
personalmente, cincela sus propias hormas (los bloques de madera sobre
los que se construyen los diseños), corta los satenes, sedas y pieles,
los modela sobre aquéllas y finalmente pega en su lugar adecuado los
adornos que correspondan. Puede mantenerse a una distancia conveniente
de toda la parafernalia que rodea a la moda –las fiestas, los
calendarios agotadores de los pases...–, pero en lo que se refiere al
proceso real de la fabricación de zapatos, es ahí claramente cuando está
en su propio elemento.
“Es una pequeña familia”, dice Blahnik de la gente que dirige su fábrica
favorita, la que produce sus diseños más elaborados. “Llevan haciendo
esta clase de zapatos durante 200 años, así que tengo mucha suerte”. No
hacen más de 80 pares al día, mientras que para otras marcas producen
decenas de miles en una jornada.
Hijo de un padre checo que murió en 1986 y de una madre
española, Blahnik creció en la isla canaria de Santa Cruz de la Palma,
donde la familia tenía una plantación de plátanos. Su madre, de 88 años,
vive en la misma casa hasta el día de hoy. Y Blahnik la visita con
regularidad –“todos los meses si puedo”– y habla con ella al menos una
vez al día.
“¡En las Islas Canarias o tenías plátanos o no tenías nada!”, proclama
Blahnik. “No había amigos, ni gente, ni coches, ni televisión ni nada en
la isla. Tenías que crear tus propios juegos”. A pesar de que
disfrutaba haciendo rabiar a su hermana Evangelina, que ahora dirige la
parte europea de su negocio, estaban siempre entretenidos, leían a su
madre la prensa del corazón y cazaban lagartijas. Blahnik les hacía
vestiditos a las criaturas con envoltorios de caramelos y papel de plata
de las cajetillas de tabaco.
Le mandaron a la Universidad de Ginebra a estudiar, donde cursó estudios
de Derecho y Literatura. Decidió que el ejercicio de la abogacía no
estaba hecho para él –según cuenta la leyenda sobre su vida– cuando un
día se desmayó al ver un cadáver en una clase de medicina forense.
Entonces, en unas vacaciones con amigos en Francia en 1960, descubrió la
ciudad de París y se enamoró de ella. Se fue a vivir allí en 1968,
dejando su licenciatura sin acabar, y se puso a trabajar en una boutique
llamada Go.
En 1970 hizo lo que tenía que hacer, se trasladó a vivir a Londres,
donde se dedicó a las relaciones públicas y a comprar pantalones
vaqueros para Joan Burstein, en aquel entonces propietaria del imperio
de diseño Feathers (actualmente es dueña de Browns). No mucho después
viajó a Nueva York con el fotógrafo Eric Boman y una carpeta repleta de
bocetos con figurines para teatro, más que dibujos de zapatos.
Fue Diana Vreeland, una leyenda de la moda de Nueva York, la que
descubrió la aptitud de Blahnik como diseñador de zapatos. “Llevaba una
carpeta enorme, con montones de dibujos, muy a al estilo señor Don
Libre, muy inocente”, explica. “Tenía ideas y pensé que eso era lo que
quería hacer, pero también dibujos de modelos, gente que llevaba esas
cosas horrendas... ¡Dios mío!, ¡hace miles de años!, había cerezas por
todas partes: enrrolladas alrededor de las piernas hasta el muslo, con
bolsos colgando... De lo más espantoso que se pueda uno imaginar”.
Sin embargo, Blahnik pensaba de otra manera. “Desde joven veía el nombre
de la señora Vreeland al timón de Bazaar y, cuando la conocí, yo era
una especie zapatero remendón de Bavaria, como si hubiera salido de un
cuento de los hermanos Grim...”. Mucho más tarde, Blahnik terminó
diseñando zapatos especialmente para ella: “¡Menudo privilegio! Eran
unos zapatitos bajos, muy planos, muy alargados y finos como el papel,
pues la señora Vreeland estaba muy delicada por aquella época”.
De vuelta al Londres de los años 70 y animado por el interés inicial de
la gran señora, Blahnik empezó a diseñar zapatos para Ossie Clark. “Se
bamboleaban un poquito, a decir verdad. La verdad es que no entendía
mucho de la gravedad y me acuerdo cómo se jugaban la vida aquellas
chicas en la pasarela de Ossie”. Más tarde llegó el zapato de la marca
Fiorucci. “Aquellos zapatos de leopardo eran míos. Los llevaba todo el
mundo. ¡Uf, qué horror! Pero era muy divertido”.
Los resultados de ese trabajo le ayudaron a fundar Zapata, una tienda
diminuta escondida justo detrás de King’s Road. Es ahora igual de
exclusiva que cuando se abrió, con la única diferencia de que lleva el
nombre de su propietario. De eso han pasado ya casi 30 años. Hoy en día
Blahnik, cuyo conocido rostro vi por primera vez cuando era niña
moviéndose de un lado para otro en Zapata, mezclándose con la célebre
clientela, siempre con su famoso plumero en la mano para asegurarse de
que todo estuviera perfecto, goza de un reconocimiento más que
justificado en el mundo entero. “En diciembre cumplo 60 años”, se
lamenta. “¡No me lo puedo creer!”.
Ha recorrido un largo camino. Además de los muchos premios y honores que
ha recibido a lo largo de los años, a principios de 2003 Blahnik se
convertirá en el primer diseñador de zapatos al que el Museo de Diseño
de Londres dedicará una exposición retrospectiva sobre su obra. Y hay
que reconocerle que a diferencia de muchos de sus contemporáneos
alcanzados por la fama sigue siendo el mismo de siempre. ¿Una persona
brillante? Sin duda alguna. ¿Un neurótico? Él mismo es el primero en
admitirlo. ¿Enamorado de su trabajo? “Ahora más que nunca”, dice.
El mundo de la moda ha cambiado muchísimo desde que empezó. “Ahora todo
depende de los desfiles, de tener páginas en las revistas. No importa si
el diseño funciona”, dice.
La casa de Blahnik es una casa de estilo Regencia en Bath, o “un
mausoleo del zapato” como puntualiza. No puede estar allí tan a menudo
como quisiera, e incluso cuando está allí vive y respira su obra. Todos y
cada uno de los modelos de zapatos que ha diseñado aparecen
cuidadosamente expuestos en estanterías que revisten las paredes. “¡Hay
miles de zapatos!” dice, ligeramente desconcertado por lo extraordinario
del mundo que ha creado.
Qué post tan magnifico!!! No lo había visto sorry.
ResponderEliminarLos que más me gustan son esas sandalias color block y los que menos los azules con hebilla de sexo en NY,es que no les veo la gracia.
besos